La autenticidad en el arte es un valor genuino. No depende
de materia narrativa, temática o estilística alguna. Y no ha de ser
estrictamente coincidente ni con la veracidad ni con la sinceridad. Si me
apuran, ni siquiera con la verosimilitud.
La autenticidad es indiferente al hecho de que una obra sea
bien confesional, bien ficcional. Porque a fin de cuentas, también el yo que se
desnuda en una trama puede ser a la postre una construcción del autor, tan
impostada como auténticas son muchas ficciones (las de Borges, por ejemplo).
La autenticidad es un latido, es la voz que trasparece entre
los intersticios de un relato, de un poema, de una transición secuencial.
La autenticidad es un reflejo de la conciencia del autor. De
su verdad interior. Se manifiesta cuando el arte es entendido y practicado como
una ordenación consciente de contenidos inconscientes, pues no basta con dar
rienda suelta a la subjetividad. También se manifiesta, si es el caso, en las
crónicas, en las descripciones científicas -aunque fueren erróneas- y hasta en
la metafísica.
La autenticidad, en fin, se desarrolla entre la épica y la
lírica. Depende de la actitud del autor. Y de la disposición del lector.
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