¿Qué interés puede tener un cómic que cuenta una historia
protagonizada por adolescentes para un adulto que ni siquiera tiene hijos en
edad adolescente?
Mucho interés, desde luego, si se trata de Agujero
negro (1995-2005), de Charles Burns. Y no es meramente una cuestión de
estética, aunque también.
Dado que la historia de Black Hole transcurre en la
década de los setenta pasados, es fácil que el lector adulto al que aludo
encuentre una cercanía existencial entre él mismo y los personajes y ambientes
de esta novela gráfica. Además, el autor -Charles Burns (n. 1955)- puede ser de
hecho coetáneo o casi de ese lector. Y ya se sabe que no hay mayor afinidad por
simpatía que la que se da entre personas de una misma generación.
De inmediato, un lector adulto de Black Hole se
percata de que lo de menos es que los protagonistas del libro sean
adolescentes. Es más, esta viene a ser una circunstancia que se desvanece ante
el atractivo visual de las páginas y viñetas de Burns y ante el vértigo
narrativo que se apodera de la imaginación del lector.
Porque lo que se ventila en Agujero negro no es una
simple o vulgar historieta de terror adolescente. Puede ser si acaso de terror,
pero para nada adolescente. Y menos aún simple o vulgar.
Por decirlo de algún modo, Black Hole nos sitúa ante
un relato cuyos hechos se producen en el horizonte de sucesos que bordea a los
agujeros negros. Y no solo es que el lector no puede observar el interior de
ese horizonte, salvo epidérmica y episódicamente. Es que tampoco puede escapar
al magnetismo que lo atrae hasta su centro ni evitar que lo que ocurre a uno y
otro lado de esa franja le impacte.
De este impacto, en fin, es corresponsable el arte, la
pericia gráfica de Charles Burns. El rígido claroscuro sin grises de sus
páginas y viñetas se percibe como si estas fueran xilografías que transmiten el
olor a madera de los bosques que rodean los distintos escenarios y en que
transcurre buena parte de la acción de la novela.