Salud y tebeos

Salud y tebeos
Mantened los ojos bien abiertos.
(Winsor McCay)

domingo, 29 de abril de 2018

Jonas Fink en Praga

Praga es la ciudad del rabino Loew, el gueto y el golem. La cuna de Rilke y de Kafka. El lugar de la Primavera de Praga (1968) y de la posterior Revolución de Terciopelo (1989). Praga es también el marco elegido por Vittorio Giardino para el desarrollo de su narración dibujada en torno al personaje Jonas Fink, de origen judío.


El formato "álbum BD" elegido por Giardino para la publicación de Jonas Fink no impide para nada considerar esta obra como una auténtica novela gráfica. Tampoco lo impide el hecho de que el autor haya tardado más de veinticinco años en culminarla. La edición original consta de tres títulos: Jonas Fink: Infancia (1991), Jonas Fink: Adolescencia (1998) y Jonas Fink: El librero de Praga (2017). La trilogía pasó a ser tetralogía en la versión española cuando la editorial Norma decidió desdoblar el segundo volumen en dos, titulados respectivamente La adolescencia y La juventud. Con motivo de la novedad que supone la reciente publicación de El librero de Praga, la editorial barcelonesa ha aprovechado para reeditar sus tres títulos anteriores (el álbum La adolescencia estaba descatalogado), con lo cual ya es posible disfrutar del tirón en nuestro idioma la novela gráfica Jonas Fink, de Vittorio Giardino.


Giardino es uno de los artífices de la narrativa gráfica europea que eclosionó en los años setenta del siglo pasado. Su primera historieta, "Pax Romana", apareció en Italia el mismo año en que lo hizo la revista francesa À Suivre, en 1978. Su obra se encuentra ubicada pues entre los fumetti d'autore y la bande dessinée romanesque, de vocación literaria. Dicha vocación la realiza Giardino mediante un lenguaje gráfico, de historieta, caracterizado por una plástica bella e inconfundible trabada con guiones de escueta y oportuna precisión verbal. Sus tebeos así lo certifican y dan pie, de paso, a considerar este tipo de narrativa gráfica como una de las ramas o variantes de la literatura.

Como ocurre en otros tantos historietistas de su generación, narratividad, estética  y política confluyen en Giardino. Muy lejos del puro esteticismo, aunque sin repudiar la belleza, lo suyo es contar historias de acción con trasfondo político. Lo que digo se aprecia claramente en la serie de Max Fridman (Rapsodia húngara, La puerta de Oriente, ¡No pasarán!) y en la saga de Jonas Fink, si bien esta última ofrece mayor calado dramático. (Dejaremos al detective Sam Pezzo para otra ocasión, igual que lo de Little Ego es otra historia o no.)

[Acerca de la supuesta adscripción de Vittorio Giardino al estilo de la línea clara, escribí hace tiempo una entrada (aquí) desde la apreciación sobre todo de los tebeos de Max Fridman.]

Una sugerencia para interpretar el trabajo de Giardino en general -y Jonas Fink en particular- en clave literaria la proporciona el mismo autor cuando pone en boca de uno de sus personajes, en La juventud, las siguientes palabras:
"Yo no soy más que literatura, no quiero ni puedo ser otra cosa", como decía Kafka. 
El personaje que así habla es Pinkel, mentor de Jonas Fink y, en mi opinión, el más auténtico librero de Praga en la obra de Giardino.


Leyendo Jonas Fink  asistimos a la representación de un drama. Histórico y personal. (Tal es la riqueza de la forma novela; permite abarcar en su seno todo tipo de registros: dramáticos, líricos, épicos, históricos, periodísticos, científicos, etc.)

El drama histórico representado por Giardino resume de algún modo la historia de la segunda mitad del siglo veinte europeo, específicamente en los entonces denominados "países del este", descritos como "el segundo mundo" y sometidos a la supervisión, cuando no intervención, de Moscú. Es el drama constituido por la dictadura de un partido totalitario, que para muchos culmina en tragedia.

Sorprende, por cierto, la cercanía que encuentra al leer Jonas Fink quien viviera aquellos años en España, sin que sea necesario entrar en disquisiciones acerca de si todas las dictaduras son totalitarias o no. También aquí "se suicidó" algún detenido político "arrojándose al vacío" por una ventana de las dependencias policiales. (Igualmente, lo de salir una pareja a la calle y encontrarse con tanques hubo quien lo vivió en Valencia el 23 de febrero de 1981.)

Destaca la visualización del horror efectuada por Giardino en este respecto, el horror que conlleva el poder absoluto para el ciudadano común, que solo percibe arbitrariedad. Esta visualización se impone desde el momento de la abrupta detención del doctor Fink, en la tercera plancha de la novela, y acompaña al lector hasta prácticamente el final del último tomo.

El alcance de este entorno aplastante es tal, que más que condicionar determina la vida de todos los que intervienen en la novela. Y aquí entra en juego el drama personal de Jonas Fink, principalmente, pero también del resto de los personajes, empezando por la madre de Jonas y tantos otros como Pinkel el librero, el fontanero Slavek, el poeta Blodek, los amigos del grupo Odradek... y Tatjana.

La representación de este drama personal tampoco resulta ajena al lector, pues de alguna manera nos concierne a todos. Jonas Fink y Tatjana, por centrarme en el corazón de la novela, no son dueños de su destino. ¿Pero quién lo es? No sabremos nunca si no seremos piezas de un ajedrez que otros juegan. O si nuestra creencia en la libertad es una deformación ideológica. Es más que impresionante la visualización gráfica de este drama llevada a cabo por el arte de Vittorio Giardino cuando Jonas y Tatjana se resguardan en el laberinto de los espejos. No doy más detalles.

Tampoco referiré el final. A lo largo de toda la obra, el autor nos recuerda que la elipsis es uno de los recursos valiosos del lenguaje de cómic.


La Primavera de Praga, la primavera de 1968. Giardino transmite aquella luz y sus claroscuros, en magnífico color.


domingo, 22 de abril de 2018

'Nieve en los bolsillos' y el realismo histórico

Nieve en los bolsillos es el título de la reciente novela gráfica de Kim (Joaquin Aubert Puigarnau). En ella el autor narra su viaje y estancia en Alemania en 1963, cuando con veinte años se encontraba a las puertas de cumplir el servicio militar obligatorio en una España subyugada por el general Franco y sus adláteres. De este modo, las circunstancias históricas y culturales que enmarcan el relato de Kim lo convierten en un testimonio cargado de tinte autobiográfico, sí, pero sobre todo histórico.


Lo que prevalece en Nieve en los bolsillos no es la autoexpresión. Ni se inscribe este tebeo en el ámbito de la literatura gráfica confesional. Si realizáramos un experimento mental consistente en imaginar el relato de Kim sin firma y sin datos que permitiesen identificar a su autor, nos encontraríamos con una obra que comparte más con Lazarillo de Tormes, novela anónima del siglo XVI, que con Las Confesiones de Agustín de Hipona, escritos los tres libros en primera persona. De hecho, Nieve en los bolsillos entronca con ese realismo tan peculiar y característico de la literatura y el arte de nuestro país, no exento de crueldad, en el que el componente autobiográfico, cuando se da, se limita a constituir el sujeto de la narración, pero no su objeto.

Lo relevante pues en Nieve en los bolsillos, como en El Lazarillo de Tormes, es el retrato de una época, unos personajes, unos ambientes, etcétera, a partir de una sucesión de relatos encadenados por la singular vivencia del narrador. (Esto no significa para nada que Nieve en los bolsillos continúe la tradición de la denominada novela picaresca, que es otra cosa.) Kim aprovecha su experiencia personal en Alemania, a comienzos de los años sesenta pasados, para hilvanar un tapiz que refleja el panorama de la dura emigración de españoles allí en aquellas circunstancias. Pero no lo hace a la manera de Shaun Tan en Emigrantes (2006), un sorprendente cómic mudo cuyas imágenes oníricas añaden a la realidad de la emigración las huellas del superrealismo y, con ello, de la intimidad del autor, propia de ese tipo de imágenes. En Nieve en los bolsillos, la subjetividad de Kim se limita a ser la costura de una narración gráfica realista, lejos de la autoficción. (Dejaré que el lector descubra el porqué de tal título, surrealista con todo, y su significado en la historia contada por Kim.)


Aunque toda representación -icónica o simbólica- es ficticia, en cuanto sustituye a lo real, una y otra, realidad y ficción, se retroalimentan. Y en este sentido, Nieve en los bolsillos, además de ser una verdadera ficción por su naturaleza figurativa, es ante todo una ficción verdadera, debido a su conexión con la realidad histórica.

Es aquí donde Nieve en los bolsillos remite a El arte de volar y a El ala rota, las dos novelas gráficas anteriores dibujadas por Kim sobre guiones de Antonio Altarriba. Independientemente de las diferencias en la construcción de las respectivas novelas, los tres títulos contribuyen a la recuperación de la historia española del siglo veinte, antes de que el imperio de la posverdad se apodere de todo. Kim se revela ahora como buen narrador, aunque a fin de cuentas ya demostró su fuste al frente de Martínez el Facha durante décadas. La memoria y la historia son primas hermanas. El arte permite su conjunción. El cómic se revalida como un medio idóneo para exponer dicha conjunción en términos realistas.

Hay elegancia en el trabajo de Kim, como la suele haber en los buenos tebeos, si bien me parece que  esta no es tanto una cualidad inherente al noveno arte, sino al savoir faire autoral. En lo que a Nieve en los bolsillos concierne, apunto el episodio sobre la habitación de las maletas perdidas. Tremendas son las asociaciones en la mente del espectador sugeridas por Kim ante tales viñetas. Su elegancia consiste en mostrar sin decir... sugerencias en este caso.

En comentarios como el presente, referidos a obras que tratan realidades históricas fuertes, intento eludir el término historieta ante el riesgo de banalizar dichas realidades o incluso la historia como tal. No obstante, diré que Kim, en Nieve en los bolsillos, emplea su dominio del arte de la historieta para describir un capítulo duro de la historia de los españoles. Y en virtud de ese arte, que es el del cómic, el resultado es a la postre una historieta agridulce.



sábado, 14 de abril de 2018

Martha y Alan. La evolución de Guibert



Emmanuel Guibert continúa la saga de Alan 

El historietista francés, adscrito a la que se denominó en su momento nouvelle bande dessinée, inició este proyecto a comienzos de siglo con La guerra de Alan (tres volúmenes, 2000-2008). Luego vino La infancia de Alan (2012/2013). Y ahora nos llega Martha y Alan (2016/2018). Son cinco tebeos que secuencian una misma voz, si bien hay variaciones en los tres títulos respecto a la materialización de esa voz. 

Guibert sigue fiel al planteamiento inicial de la saga y consigue de nuevo jugar con los efectos de una no ficción que se transmuta en ficción o, lo que viene a ser lo mismo, con la presentación de cierta realidad a través de una representación que, por serlo, no deja de ser un simulacro que gira en el imaginario actual.

[Dicho planteamiento lo referí cuando comenté, respectivamente, La guerra de Alan (aquí) y La infancia de Alan (aquí)]

En cuanto a las variaciones tangibles en la sucesión de los tres títulos -La guerra de AlanLa infancia de Alan y la reciente entrega Martha y Alan-, se observa una no sé si decir evolución, carente en todo caso de connotación teleológica. Se trata de un trabajo que se va materializando por fases durante casi dos décadas, hasta la fecha. Bienvenidas sean entonces las variaciones. 

En el caso de Martha y Alan es patente una cierta influencia oriental en algunas de las representaciones de Guibert y en su concatenación, lo cual aporta al resultado una sencillez aparente que no hace sino enriquecer la brillantez gráfica de un álbum magníficamente iluminado.

Por otra parte, en lo que a la concepción tradicional del cómic se refiere (viñetas y bocadillos como sello distintivo del medio), Guibert presenta quizás un tebeo desmaterializado. Habrá en esta obra un claro despojamiento verbal, pero eso no se traduce para nada en un equivalente despojamiento textual (o significante). Y así, en cuanto a la densidad gráfica de las imágenes (respecto a la información que aportan), Martha y Alan ofrece un ejemplo de saturación sígnica. Es un tipo de saturación semejante a la lograda por R. Crumb en sus ilustraciones en color sobre sus músicos preferidos. Y como ocurre con estas ilustraciones, ante el lector del tebeo de Guibert se suceden estampas de aquel perdido old american lifestyle, en este caso un poco a la manera de la seriedad de John Ford acompañada de su emoción contenida.

Pero Martha y Alan no es una mera sucesión de estampas. Es una bande dessinée. O si lo prefieren, un cómic. La trabazón entre imagen y texto presente en la obra de Guibert está ordenada según una secuencialidad que es perceptible por el fruidor. Y el efecto de saturación sígnica referido se obtiene a partir de esa misma trabazón verboicónica. Si bien el engrudo que alimenta esta ordenación en Martha y Alan es la voz del narrador, lo que la hace posible es el arte del autor del tebeo.

En este respecto, Guibert sigue siendo el artista invisible presente también en El fotógrafo (2003-2006). Escribe en primera persona, pero la voz en off que alimenta el relato no es la suya, es la voz de un narrador real (Didier Lefèvre, Alan Ingram Cope). Solo que esta voz se funde tanto con el dibujo y la gramática del autor, que a la postre es este quien al fin trasparece. Todo ello, claro está, con la colaboración del lector.

Por decirlo de otro modo, aunque estos tebeos de Guibert se inscriben en la narrativa gráfica del yo, su peculiaridad consiste en que entre el yo del autor y el del lector se interpone otro yo, el del narrador. Guibert, por decirlo así, se desdobla. Y como no hay dos sin tres, el círculo lo cierra al final el yo del lector.


Con lo cual, lo que la saga de Alan nos muestra en el límite es la evolución de Emmanuel Guibert como artista de bande dessinée.

Martha y Alan constituye una prueba fehaciente de dicha evolución.


domingo, 8 de abril de 2018

Emil Ferris y los monstruos


La primera entrega de un novelón gráfico tan impresionante como es My Favorite Thing is Monsters, vol. I (recién publicada aquí como Lo que más me gusta son los monstruos) nos deja, como suele decirse, con la miel en la boca - por más que el 'Continuará' sea inherente a la naturaleza original de los cómics. Nos ponemos más serios cuando nos informamos acerca de su autora, Emil Ferris (n. 1962), de la parálisis que le afectó en 2001 y del proceso de realización de su novela. Pues el caso es que nos encontramos ante una nueva demostración del valor del arte de la historieta como medio de superación de la adversidad. Lo cual tampoco obsta, es más bien al contrario, para que, con auténtico reconocimiento, nos reafirmemos en que este primer volumen de Emil Ferris nos deja con la miel en la boca.

A la espera de una segunda entrega de la autora, no es poco lo que de momento inspira su obra. Sí es poco, en cambio, lo que cabe en una entrada como esta. 

Lo que más me gusta son los monstruos no es lo que parece. Para empezar, el tebeo, pese a su título, no está dirigido a un público infantil. Yo no soy muy partidario de las recomendaciones de títulos por edades; pienso que si alguien con seis años disfruta La Odisea, p. e., afortunado es. Pero en cualquier caso, Lo que más me gusta son los monstruos está más cerca de ser una novela de aprendizaje o de formación (a coming-of-age-story), que no un colorín. Aunque también es cierto que la mera apariencia física del volumen sugiere que no se trata de un libro para niños, sea lo que fuere lo que se entienda por ello.

Más en general, hay como un desplazamiento antagónico constante a lo largo de la novela, en plan vaivén, entre el plano de la expresión y el del contenido. Es un tipo de perturbación curiosamente equivalente a la sugerida en nuestro idioma por la falta de concordancia entre el sujeto y el predicado en el título de la traducción de Montse Meneses, excelente por lo demás en toda la obra.


Nada menos que Alison Bechdel, Art Spiegelman y Chris Ware avalan con sus citas esta primera novela gráfica de Emil Ferris, tal y como se aprecia en la contracubierta de Lo que más me gusta son los monstruos. Y de un modo u otro, la obra recoge motivos de los tres historietistas. No consta en esta edición, sin embargo, el nombre de Robert Crumb, si bien está presente también su influencia, bien visible en el trazo y en las tramas de numerosas figuras. No sé si alguna composición de página me ha recordado en un sentido indeterminado a Peter Kuper, en concreto a sus Diarios; pero tal vez ello sea debido a la propia configuración de la novela de Ferris, concebida a manera de diario gráfico y sin una diagramación de las planchas mediante viñetas. Es patente, en fin, la inmersión de la autora, con esta novela, en la nómina de autores que cultivan la Historieta Americana en su modalidad de Autoexpresión.

En principio, Lo que más me gusta son los monstruos cuenta una historia protagonizada por una niña de diez años llamada Karen Reyes, su familia y entorno cercano, incluidos los fantasmas, en el Chicago de los años sesenta pasados. No estamos, pues, ante una autobiografía en sentido estricto. Pero la poética y el arte que desarrolla Emil Ferris, unido a ciertos detalles de su biografía, inscriben la obra en el ámbito de la autoexpresión de la autora. Ya sabemos que, en el límite, toda creación artística contiene elementos propios de la subjetividad del autor (esto es casi de perogrullo). Aun así, quien lea la novela Lo que más me gusta son los monstruos y bucee en la vida de Emil Ferris verá a lo que me refiero. (Tampoco Chris Ware cultiva visiblemente la autobiografía; y sin embargo...)

Hay muchas clases de monstruos. Y no todos son temibles. Emil Ferris sitúa la acción de Lo que más me gusta son los monstruos en su propia ciudad, Chicago y en su propia infancia, los años sesenta. Es una acción que contiene todos los ingredientes para mantener la atención del lector, incluida la sombra del crimen. Y es una acción repleta de monstruos. (La ausencia de viñetas incide en la experiencia -la impresión- de esta sobrepoblación.)

La ciudad cuenta con uno de los mejores museos pictóricos del mundo, el Art Institute of Chicago (ella misma, Emil Ferris, estudió Bellas Artes en la School vinculada al museo). La polisemia asociada a la palabra "monstruo" permite considerar que el Art Institute alberga auténticos monstruos del arte, benefactores, salvíficos. Monstruos de otra índole son los que, por un lado, ocupan el interés, los dibujos y la mente de la niña Karen Reyes y, por el otro, pueblan su mundo exterior, tanto en la escuela primaria a la que asiste como en el edificio en cuyo sótano vive con su hermano y su madre (un edificio con reminiscencias de aquella Casa Bramford de La semilla del diablo, película estrenada en 1968 y dirigida por Roman Polanski).

Tales monstruos configuran el dramatis personae propuesto. Del agón entre unos y otros dependerá el desenlace de Lo que más me gusta son los monstruos. Por nuestra parte, a la monstruosidad del arte le debemos la creación de Emil Ferris y nuestra gratificación al leer y contemplar su obra.