La primera entrega de un novelón gráfico tan impresionante como es My Favorite Thing is Monsters, vol. I (recién publicada aquí como Lo que más me gusta son los monstruos) nos deja, como suele decirse, con la miel en la boca - por más que el 'Continuará' sea inherente a la naturaleza original de los cómics. Nos ponemos más serios cuando nos informamos acerca de su autora, Emil Ferris (n. 1962), de la parálisis que le afectó en 2001 y del proceso de realización de su novela. Pues el caso es que nos encontramos ante una nueva demostración del valor del arte de la historieta como medio de superación de la adversidad. Lo cual tampoco obsta, es más bien al contrario, para que, con auténtico reconocimiento, nos reafirmemos en que este primer volumen de Emil Ferris nos deja con la miel en la boca.
A la espera de una segunda entrega de la autora, no es poco lo que de momento inspira su obra. Sí es poco, en cambio, lo que cabe en una entrada como esta.
A la espera de una segunda entrega de la autora, no es poco lo que de momento inspira su obra. Sí es poco, en cambio, lo que cabe en una entrada como esta.
Lo que más me gusta son los monstruos no es lo que parece. Para empezar, el tebeo, pese a su título, no está dirigido a un público infantil. Yo no soy muy partidario de las recomendaciones de títulos por edades; pienso que si alguien con seis años disfruta La Odisea, p. e., afortunado es. Pero en cualquier caso, Lo que más me gusta son los monstruos está más cerca de ser una novela de aprendizaje o de formación (a coming-of-age-story), que no un colorín. Aunque también es cierto que la mera apariencia física del volumen sugiere que no se trata de un libro para niños, sea lo que fuere lo que se entienda por ello.
Más en general, hay como un desplazamiento antagónico constante a lo largo de la novela, en plan vaivén, entre el plano de la expresión y el del contenido. Es un tipo de perturbación curiosamente equivalente a la sugerida en nuestro idioma por la falta de concordancia entre el sujeto y el predicado en el título de la traducción de Montse Meneses, excelente por lo demás en toda la obra.
Más en general, hay como un desplazamiento antagónico constante a lo largo de la novela, en plan vaivén, entre el plano de la expresión y el del contenido. Es un tipo de perturbación curiosamente equivalente a la sugerida en nuestro idioma por la falta de concordancia entre el sujeto y el predicado en el título de la traducción de Montse Meneses, excelente por lo demás en toda la obra.
Nada menos que Alison Bechdel, Art Spiegelman y Chris Ware avalan con sus citas esta primera novela gráfica de Emil Ferris, tal y como se aprecia en la contracubierta de Lo que más me gusta son los monstruos. Y de un modo u otro, la obra recoge motivos de los tres historietistas. No consta en esta edición, sin embargo, el nombre de Robert Crumb, si bien está presente también su influencia, bien visible en el trazo y en las tramas de numerosas figuras. No sé si alguna composición de página me ha recordado en un sentido indeterminado a Peter Kuper, en concreto a sus Diarios; pero tal vez ello sea debido a la propia configuración de la novela de Ferris, concebida a manera de diario gráfico y sin una diagramación de las planchas mediante viñetas. Es patente, en fin, la inmersión de la autora, con esta novela, en la nómina de autores que cultivan la Historieta Americana en su modalidad de Autoexpresión.
En principio, Lo que más me gusta son los monstruos cuenta una historia protagonizada por una niña de diez años llamada Karen Reyes, su familia y entorno cercano, incluidos los fantasmas, en el Chicago de los años sesenta pasados. No estamos, pues, ante una autobiografía en sentido estricto. Pero la poética y el arte que desarrolla Emil Ferris, unido a ciertos detalles de su biografía, inscriben la obra en el ámbito de la autoexpresión de la autora. Ya sabemos que, en el límite, toda creación artística contiene elementos propios de la subjetividad del autor (esto es casi de perogrullo). Aun así, quien lea la novela Lo que más me gusta son los monstruos y bucee en la vida de Emil Ferris verá a lo que me refiero. (Tampoco Chris Ware cultiva visiblemente la autobiografía; y sin embargo...)
Hay muchas clases de monstruos. Y no todos son temibles. Emil Ferris sitúa la acción de Lo que más me gusta son los monstruos en su propia ciudad, Chicago y en su propia infancia, los años sesenta. Es una acción que contiene todos los ingredientes para mantener la atención del lector, incluida la sombra del crimen. Y es una acción repleta de monstruos. (La ausencia de viñetas incide en la experiencia -la impresión- de esta sobrepoblación.)
La ciudad cuenta con uno de los mejores museos pictóricos del mundo, el Art Institute of Chicago (ella misma, Emil Ferris, estudió Bellas Artes en la School vinculada al museo). La polisemia asociada a la palabra "monstruo" permite considerar que el Art Institute alberga auténticos monstruos del arte, benefactores, salvíficos. Monstruos de otra índole son los que, por un lado, ocupan el interés, los dibujos y la mente de la niña Karen Reyes y, por el otro, pueblan su mundo exterior, tanto en la escuela primaria a la que asiste como en el edificio en cuyo sótano vive con su hermano y su madre (un edificio con reminiscencias de aquella Casa Bramford de La semilla del diablo, película estrenada en 1968 y dirigida por Roman Polanski).
Tales monstruos configuran el dramatis personae propuesto. Del agón entre unos y otros dependerá el desenlace de Lo que más me gusta son los monstruos. Por nuestra parte, a la monstruosidad del arte le debemos la creación de Emil Ferris y nuestra gratificación al leer y contemplar su obra.
En principio, Lo que más me gusta son los monstruos cuenta una historia protagonizada por una niña de diez años llamada Karen Reyes, su familia y entorno cercano, incluidos los fantasmas, en el Chicago de los años sesenta pasados. No estamos, pues, ante una autobiografía en sentido estricto. Pero la poética y el arte que desarrolla Emil Ferris, unido a ciertos detalles de su biografía, inscriben la obra en el ámbito de la autoexpresión de la autora. Ya sabemos que, en el límite, toda creación artística contiene elementos propios de la subjetividad del autor (esto es casi de perogrullo). Aun así, quien lea la novela Lo que más me gusta son los monstruos y bucee en la vida de Emil Ferris verá a lo que me refiero. (Tampoco Chris Ware cultiva visiblemente la autobiografía; y sin embargo...)
Hay muchas clases de monstruos. Y no todos son temibles. Emil Ferris sitúa la acción de Lo que más me gusta son los monstruos en su propia ciudad, Chicago y en su propia infancia, los años sesenta. Es una acción que contiene todos los ingredientes para mantener la atención del lector, incluida la sombra del crimen. Y es una acción repleta de monstruos. (La ausencia de viñetas incide en la experiencia -la impresión- de esta sobrepoblación.)
La ciudad cuenta con uno de los mejores museos pictóricos del mundo, el Art Institute of Chicago (ella misma, Emil Ferris, estudió Bellas Artes en la School vinculada al museo). La polisemia asociada a la palabra "monstruo" permite considerar que el Art Institute alberga auténticos monstruos del arte, benefactores, salvíficos. Monstruos de otra índole son los que, por un lado, ocupan el interés, los dibujos y la mente de la niña Karen Reyes y, por el otro, pueblan su mundo exterior, tanto en la escuela primaria a la que asiste como en el edificio en cuyo sótano vive con su hermano y su madre (un edificio con reminiscencias de aquella Casa Bramford de La semilla del diablo, película estrenada en 1968 y dirigida por Roman Polanski).
Tales monstruos configuran el dramatis personae propuesto. Del agón entre unos y otros dependerá el desenlace de Lo que más me gusta son los monstruos. Por nuestra parte, a la monstruosidad del arte le debemos la creación de Emil Ferris y nuestra gratificación al leer y contemplar su obra.
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