Me costó decidirme a leer la trilogía 15 años en la calle, el trabajo de Miguel Fuster dedicado a exponer su propia dependencia e indigencia durante la década y media en que vivió por las calles, parques, plazas, túneles, portales, pensiones infectas y bosques de Barcelona y alrededores como un sin hogar o sin techo. Fue al contemplar la historieta "¡Animales del campo!" ―incluída en el tebeo Nuevas Hazañas Bélicas, escrito por Hernán Migoya― cuando la gráfica de Miguel Fuster se me reveló significativa y me convenció del interés que prometía 15 años en la calle. El motivo de mi indecisión no iba, creo yo, en la línea de la aporofobia, ya que entiendo que la pobreza y la indigencia no son términos estrictamente sinónimos, aunque sí en la de una cierta aversión que le tengo a las lamentaciones o jeremiadas en general y que yo presuponía en Miguel anticipadamente. Tales son las imprevisiones que conllevan los prejuicios.
A estas alturas del siglo, ya no llama la atención un cómic por el hecho de ser autobiográfico o confesional. Sin embargo, 15 años en la calle es un tebeo absolutamente confesional. Sí que llama la atención, en cambio, la situación en los límites que relata Miguel Fuster en su libro. Unos límites marcados por la dependencia física, pero también por la indigencia metafísica. La primera, determinada en su caso por el alcoholismo, se puede acaso sobrellevar por la vía de la abstención (la moderación, llegado ese extremo, parece inviable). La indigencia metafísica, por su parte, es de otra índole. Tiene un enclave antropológico, basado en una escisión ontológica entre el ser y el estar, entre el ser y el sentir, entre el ser y el existir. Su alcance se extiende por todo el universo de la especie humana. Y es insuperable. De hecho, se agudiza con la decadencia física. Uno puede distraer u ocultar esta indigencia íntima rodeándose de bienes, materiales e intelectuales, pero no desterrarla, según se percibe en algunos momentos de lucidez diurna o de desvelamiento nocturno. En este sentido preciso, todos somos Miguel, indigentes metafísicos.
No obstante, sería de necios negar la singularidad de Miguel Fuster (n. 1944). Dibujante de historietas en su juventud, en el periodo boyante de las agencias y la sindicación (años sesenta y setenta pasados), una serie de avatares desafortunados lo dejaron literalmente en la calle y con el deseo de alcohol como único refugio. Otra manifestación de la singularidad de Fuster es la que atañe a su capacidad de escritura, mediante palabras y mediante imágenes. En lenguaje verbal, escribe una prosa doliente, íntima, cercana al lector por los significados universales de la palabra. En lenguaje icónico, sus dibujos manchados de rayas curvas entrelazadas proyectan atisbos de luz en la oscuridad. Pero es de la síntesis de ambos lenguajes, el de imágenes y el de palabras, de donde emerge la gráfica peculiar de Miguel Fuster. La antagonía verboicónica es la fuente del noveno arte, y Fuster bebe de ella.
El árbol genealógico del cómic autobiográfico y confesional es frondoso y está bien estudiado. Su follaje y sus ramas se extienden por todo el universo de la historieta desde hace varias décadas. En nuestro país tuvo brotes tempranos. En el prólogo del segundo álbum de la trilogía Miguel, el también dibujante y compañero generacional de Fuster, Luis García Mozos, sitúa el origen en España del cómic autobiográfico para adultos en 1971, con la publicación de la historieta "Minins", de Enric Sió, seguido de "Chicharras" (1975), del propio Luis García y alguna historia de Paracuellos (1976), de Carlos Giménez. Tras largos años alejado de la historieta, Miguel Fuster retomó esta actividad en los primeros años de este siglo. Se embarcó plenamente en el discurso confesional iniciado aquí por sus amigos dibujantes y coetáneos y publicó la trilogía Miguel, Quince años en la calle (2010), Llorarás donde nadie te vea (2011) y Barcelona sin mí (2012). La insistencia temática y gráfica es común a los tres títulos, igual que insistente ha de ser el lector si pretende alcanzar el disfrute de la obra completa.
Otro gran cultivador del tebeo autobiográfico es el escocés Eddie Campbell, un tanto más joven que Miguel Fuster. Desde luego, el talante y el devenir de ambos autores es muy diferente. Aun así, me ha parecido encontrar, ante algún dibujo en concreto, cierta similitud gráfica entre los dos.
No obstante, sería de necios negar la singularidad de Miguel Fuster (n. 1944). Dibujante de historietas en su juventud, en el periodo boyante de las agencias y la sindicación (años sesenta y setenta pasados), una serie de avatares desafortunados lo dejaron literalmente en la calle y con el deseo de alcohol como único refugio. Otra manifestación de la singularidad de Fuster es la que atañe a su capacidad de escritura, mediante palabras y mediante imágenes. En lenguaje verbal, escribe una prosa doliente, íntima, cercana al lector por los significados universales de la palabra. En lenguaje icónico, sus dibujos manchados de rayas curvas entrelazadas proyectan atisbos de luz en la oscuridad. Pero es de la síntesis de ambos lenguajes, el de imágenes y el de palabras, de donde emerge la gráfica peculiar de Miguel Fuster. La antagonía verboicónica es la fuente del noveno arte, y Fuster bebe de ella.
El árbol genealógico del cómic autobiográfico y confesional es frondoso y está bien estudiado. Su follaje y sus ramas se extienden por todo el universo de la historieta desde hace varias décadas. En nuestro país tuvo brotes tempranos. En el prólogo del segundo álbum de la trilogía Miguel, el también dibujante y compañero generacional de Fuster, Luis García Mozos, sitúa el origen en España del cómic autobiográfico para adultos en 1971, con la publicación de la historieta "Minins", de Enric Sió, seguido de "Chicharras" (1975), del propio Luis García y alguna historia de Paracuellos (1976), de Carlos Giménez. Tras largos años alejado de la historieta, Miguel Fuster retomó esta actividad en los primeros años de este siglo. Se embarcó plenamente en el discurso confesional iniciado aquí por sus amigos dibujantes y coetáneos y publicó la trilogía Miguel, Quince años en la calle (2010), Llorarás donde nadie te vea (2011) y Barcelona sin mí (2012). La insistencia temática y gráfica es común a los tres títulos, igual que insistente ha de ser el lector si pretende alcanzar el disfrute de la obra completa.
Otro gran cultivador del tebeo autobiográfico es el escocés Eddie Campbell, un tanto más joven que Miguel Fuster. Desde luego, el talante y el devenir de ambos autores es muy diferente. Aun así, me ha parecido encontrar, ante algún dibujo en concreto, cierta similitud gráfica entre los dos.