Andrea Pazienza plasmó en Los últimos días de Pompeo un declive vital salpicado de momentos luminosos. Una epifanía al revés, o quizás al contrario. La consunción de un deseo que oscila entre el tormento y el éxtasis.
El logro de Pazienza consistió en reflejar a través de Pompeo (o de Zanardi en otra serie) no una contingencia particular, sino una circunstancia existencial que trasciende a su época, a la propia circunstancia y al sujeto que la padece. No obstante, no se trata de un arte atemporal (ninguno lo es). Pompeo expresa una agonía situada en su tiempo, como toda realidad humana.
Mi intención aquí, sin embargo, no es parafrasear el comentario de Alessandro Serpieri (referido a La tierra baldía, de T. S. Eliot) que el propio Pazienza ―con el distanciamiento irónico que le caracteriza― reproduce, a modo de preámbulo, en la página previa al inicio del primer episodio de Los últimos días de Pompeo. Es una cita repleta de lenguaje semiótico y estructuralista (la edición al cuidado de Serpieri del poema de Eliot es de 1982), en términos al alcance de los jóvenes universitarios de la generación de Pazienza. Y de alguna manera, las palabras del traductor y erudito italiano se pueden aplicar al conjunto de la serie sobre Pompeo, como si el propio Pazienza le ofreciera al lector, en lenguaje académico de su tiempo, las claves de interpretación de la obra que está a punto de comenzar. Siempre quedará la duda, con todo, de cuál es el significado preciso de la expresión que suelta el protagonista en esta viñeta.
Bien mirado, está todo interpretado en esta página inicial, aunque también pueda ser tomada como una broma de Pazienza. Porque lo cierto es que la historieta seriada (por qué no denominarla novela gráfica) Los últimos días de Pompeo no es una pamema. Transmite demasiada autenticidad, pero también mucho arte. Y una suerte de temporalidad, aunque atemporal en su cometido.
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